Y debes de darte cuenta
que si por tu culpa muero,
en todita la provincia
se dirá cuando yo muera:
“Al pobrecito Escalona
lo mató una molinera.”
Hace tres días falleció en Valledupar Elsa Armenta, la famosa Molinera de los cantos vallenatos de Rafael Escalona. “Era graciosa, pequeña, bastante curiosa”, me dice una prima suya por indicar que era muy bella. En realidad, fue un mito de hermosura alimentado por la canción en El Molino, entonces breve aldea camino a Villanueva.
Elsa Armenta rechazó a Escalona y lo dejó con “un dolor dentro del corazón”. Fue una de las pocas mujeres que se resistieron a este seductor de palabras dulces y lágrima fácil que cambió el rumbo a la música colombiana. Pese a lo que dice el merengue, Escalona no murió por culpa de la Molinera. Vivió para cantarle y para seguir su existencia de enamorado irreprimible.
Aunque haya muerto a los 84 años, la Molinera sigue viva, junto con la Maye, Matilde Lina, Rosalbita, Carmen Díaz, Martha y Diana, Manuela León, Berta Caldera, Alicia adorada y tantas otras musas que ocupan un lugar en el mundo mágico de la música de la Costa. Una de las entrañables características de esos cantos, afirma con razón el crítico literario Ariel Castillo, es que están habitados por seres tangibles: hombres y mujeres que tienen nombres, viven en lugares concretos y ofrecen rasgos descriptibles. Es la misma levadura con que se amasó Cien años de soledad.
Estos personajes que parecen tener vida y esta geografía tangible son, en buena medida, los responsables del éxito arrollador del vallenato. Hace 50 años, sus notas eran casi un secreto atesorado en algunos pueblos calientes. Por su propia fuerza, el vallenato encontró un lugar entre los ritmos más representativos del país y, al cabo del tiempo, desplazó a la cumbia como embajador de la música colombiana. Por eso Carlos Vives llena estadios en Europa y América y los Grammy dedican un premio exclusivo a los mejores discos del género.
El fenómeno que ha obrado la música vallenata no es solo cultural. En una reciente e inolvidable visita a la hospitalaria región pude ver cómo alteró la imagen y la economía del Cesar. A mediados de los años sesenta, cuando Consuelo Araujonoguera, Rafael Escalona, Darío Pavajeau y otros dirigentes regionales inventaron el Festival Vallenato, Valledupar vivía principalmente del algodón, la ganadería y el arroz. Hoy ha casi desaparecido el algodón, la ganadería está amenazada por las importaciones de leche en polvo y el arroz ha sido reemplazado en parte por el cacao. En cambio, gracias al vallenato, la ciudad y la región son centros turísticos con excelentes hoteles; cientos de niños sin recursos acuden a la escuela y al mismo tiempo aprenden a tocar acordeón; y en ciudades como Patillal y Valledupar hay parques, aulas, talleres y grandes escenarios levantados por la pasión que despierta esta música.
Lamentablemente, el éxito de los viejos y gozosos merengues y paseos amenaza con destruir el género. El boom del vallenato desató un río turbio de música comercial vacua y previsible, madre de criaturas monstruosas como el rancherato, el baladato y el paseo llorón. Abundan las notas repetitivas fabricadas por contrato –aburridas salchichas musicales– y las letras, según Leandro Díaz, se despachan “con más de dos mil palabras, que al final no dicen nada”.
Sí. La música vallenata está contagiada por una enfermedad mortal, que es la falta de imaginación e inspiración. Hay estupendos intérpretes, cajeros, guacharaqueros y acordeoneros –pude oír a un insuperable Cocha Molina–, pero pocos componen paseos que valgan la pena, y ninguno se atreve con merengues, sones o puyas. Hay que rescatar de su postración esta música, ya internacional, y para ello es preciso salir en pos de sus raíces, recuperar las fuentes originales, volver a los clásicos. De lo contrario, la maravillosa cultura popular que recoge se olvidará cuando acabe la bonanza del vallenato comercial, como ocurrió con el café y el algodón.
Daniel Samper Pizano
cambalache@mail.ddnet.es
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